11 de abril de 2013

Nosotros teníamos el récord del mundo en querernos.

Por los restos de sonrisas que dejaste en lo que hoy es mi colchón, por la cantidad de lágrimas que ha enmascarado, por el reflejo de la luna en cada gota.
De la mano de la campanada número doce de hace siete años venía lo que sería el principio del fin, el adiós al mayor apoyo y a la mayor alegría, a la frontera entre yo y el mismo infierno.
Infinitos los tiempos esperando a que volvieras después de todo lo ocurrido, bajo cero mi temperatura desde aquel día, que en realidad no hizo más que destruir mi sonrisa.
Un barco naufragado, un niño llorando, un violín o piano desafinado, algo con una belleza espectacular, hasta que llega el inesperado día en el que te das cuenta de que todo ha terminado.
Casi dieciséis años en la historia de ser mi vida, y aún no he acabado, cómo iba a acabar si todo me recuerda demasiado a ti, pero yo tan todo por ti, y tú tan nada a mi lado.
Qué suerte habré tenido si nos cruzamos sin que tú lo hayas pensado, si no olvidas todos aquellos momentos, si algún día decides acordarte de mí sin más, o si no olvidas el resplandor de los ojos de aquella niña que hubiera dado su vida por ti.  
Si quieres, alargamos las horas de risas, si quieres leemos un rato, o mientras el mundo esté enfadado le damos toda la vuelta.
O aunque no quiera, venimos a la realidad, e intento acostumbrarme a que ya nada es como antes, que lo que fuiste no es lo mismo que lo que eres, y que por eso, yo jamás volveré a ser lo que fui.
Que nadie tenga jamás el valor de nombrarte, de hablarme si quiera de nuestros momentos, pero que nadie niegue nunca que nosotros teníamos el récord del mundo en querernos.

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